Tres personas con graves carencias y vidas truncadas triunfaron en los más altos niveles deportivos de la hípica, compitiendo con un caballo malformado, rebelde, excesivamente pequeño y descartado para la victoria. Las claves que lo hicieron posible revelan una bonita historia de superación, fuente de ilusión y motivación para miles de personas que padecían la penuria económica de la Gran Depresión americana de los años treinta. El equipo estaba aglutinado por un empresario de éxito, Charles Howard, un verdadero self made man, quien impulsó el proyecto y aportó financiación y capacidad de gestión. Howard, pese a su triunfo profesional, era infeliz porque había perdido lo que más quería en la vida: su mujer y su hijo fallecido en un accidente de coche. El empresario contrató como entrenador a Tom Smith, ex-cowboy de la vieja escuela, quien era hombre maduro, taciturno, solitario y silencioso. Prefería la compañía de los animales, con quienes se llevaba mejor que con las personas. El tercer personaje fue el jockey Red Pollard, separado de su familia cuando era casi un niño y pobre de solemnidad. Pollard era más grande de lo recomendable para ser un jockey, carecía de visión en un ojo y sufrió diversas lesiones graves como consecuencia de accidentes hípicos severos.

Por último, Seabiscuit fue un caballo purasangre de carreras criado en los EEUU. De joven mostró “poca clase” o “escasa calidad” equina. Gustaba de dormir mucho y comer en exceso, tendencias nada aconsejables para un campeón de los hipódromos. Su inclinación a la pereza y la escasa predisposición general motivó que fuera relegado a tareas innobles o de segundo orden, sin oportunidades para competir y obtener victorias.

La actitud de Seabiscuit hacia la carrera cambió radicalmente cuando Charles Howard apostó por el potencial del caballo tras adquirirlo por 7.500 $ de la época, y confió su entrenamiento a Tom Smith. Éste supo entender al caballo desde el primer momento y comprendió que su rebeldía estaba causada por la insatisfacción de sus necesidades sociales, básicas para todo equino. Smith proporcionó al caballo un entorno adecuado consistente en un particular «grupo de amigos” compuesto por otro caballo, un perro, un mono y otros animales que convivían juntos en el establo, a modo de particular manada. Asimismo inició un entrenamiento poco heterodoxo o fuera de cánones que sacó a Seabiscuit del letargo y logró despertar su interés por la actividad y el trabajo.

La fórmula resultó acertada: el caballo cesó en su rebeldía, el entrenamiento arrojó sus frutos y Seabiscuit inició una sucesión de éxitos que le sitúan como uno de los mejores caballos de carreras de todos los tiempos, llegando a su culmen con la victoria sobre War Admiral en el hipódromo de Pimlico en 1938, en la llamada “Carrera del Siglo”. Seabiscuit terminó sus días engendrando descendientes y pastando los verdes prados del rancho de Howard, el Ridgewood Ranch, donde se ubica la actual Seabiscuit Heritage Foundation.

Seabiscuit se convirtió en un fenómeno de masas de la época: su trayectoria vital fue inspiración para cientos de miles de personas, quienes se sintieron identificadas con un triunfo cuyo punto de partida estaba en lo más bajo, y cuyo logro implicaba vencer todas las barreras a partir de su propio y único esfuerzo.

La cohesión del equipo formado por Howard, Smith y Pollard fue memorable. Juntos fueron capaces de superar sus propias limitaciones – críticas – a partir del esfuerzo y de la aceptación mutua de sus respectivas carencias. Se dieron a sí mismos una oportunidad y, con ella, esperanza, futuro, vida e ilusión. Citando las palabras que Tom Smith le dirige a Charles Howard en la memorable película titulada Seabiscuit, en el momento en que deciden dar una oportunidad al caballo,

“You don’t throw a whole life away just ‘cause he’s banged up a little”

traducible como “no se desperdicia toda una vida solo porque esté un poco dañado”. Y es que… ¿acaso hay alguien perfecto?

De Seabiscuit Heritage Foundation